Sin embargo,
en ocasiones nos sorprendemos cuando encontramos en nuestras propias
experiencias turísticas, fotografías que no incluyen monumento simbólico, o
jardín famoso; al contrario, encontramos algo tan cotidiano como un puesto de
manzanas en el mercado de la Boquería en Barcelona, o un simple semáforo de
Londres o, incluso, una pareja de niños que se sientan en el asiento trasero
del avión, contraponiéndolo con una pareja de ancianos que se sientan en el
asiento delantero. Y he aquí, esto nos lleva a la reflexión, ¿viajero o
turista?.
El turista va ligado a la sociedad de consumo. Viaja
porque está de moda, para contarlo a los amigos. Compra souvenirs para
demostrar que ha estado en un determinado lugar y se limita a contemplar los
monumentos que en las guías aparecen como los imprescindibles, siempre que le
quede tiempo entre sus ágapes gastronómicos y el tiempo dedicado al relax o a
la diversión.
El
viajero se divierte viajando, se prepara el viaje leyendo reportajes y guías,
pero lejos de limitarse a seguir sus consejos a rajatabla, deja un espacio para
la improvisación, para conocer el pueblo de al lado, para perderse por la
callejuela estrecha y sobre todo para conversar con los de la tierra. No tiene
que demostrar nada a nadie y por ello no compra souvenirs. Adquiere los
productos que encajarán en la decoración de su casa o algunos objetos que le recordarán
las sensaciones vividas. La música autóctona, una tabla coránica o un kilim,
son mucho más gratificantes que una reproducción minúscula de la Torre Eiffel
de París, La Sirenita de Copenhague o el Taj Mahal, por sólo poner unos
ejemplos.
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