Qué
días más largos vivimos a veces. En cambio, la vida nos parece corta, breve,
que se va en un suspiro, que cuando te das cuenta has pasado el cuarto de siglo
y tras él, el medio siglo.
El
dolor que nos oprime el estómago no es el abandonar este mundo, quizás es ver
cómo otros lo abandonan. El día menos pensado, cuando tenías la guardia bajada,
cuando estabas imbuida en el día cotidiano de tareas y rutina, recibes una
llamada, una visita… y te cuentan que alguien a quien pudiste ver hace unas
horas, se ha ido, y no va a volver… Unas horas antes no se te pasó por la
cabeza que iba a ser la última vez que verías esos ojos vivos…
Qué
duro es morirse. No. Qué duro es quedarse cuando alguien se va… y te quedas
aquí, desconsolada, en este mundo raro… Se han llevado tus colores y ya no
recuerdas ni cómo pintar… Te quedas en shock, pasas días creyendo que esa
persona va a entrar por la puerta otra vez, o que te va a llamar como solía
hacer cada día… intentas mantener vivo cada centímetro de su cuerpo, cada
conversación, creyendo que así volverá… que todo esto es una broma pesada…
incluso que en casos como el tuyo, la cinta rebobinará una semana antes y
evitarás este dolor que te oprime.
Hace
unas semanas descubrí una película maravillosa, de esas que no son
espectaculares pero que te golpean el alma, y permaneces unos días dolorida
recordando tanta belleza. El árbol, una historia que narra la dureza de cuando
alguien se va, lo que deja atrás… y cómo consigue cada uno recomponer su lienzo
para seguir pintando en esta vida… Ella, la esposa, cae en el peor estado que
puede sufrir una persona: el abandono… Qué gracia me hizo el comentario de su
amiga: “Vas a tener que hacer una lista con todos sus defectos… porque no era
perfecto sabes? A veces era aburrido, y se le salían los pelos de la nariz” Que
mensaje más real y más bello… qué grandes son las imperfecciones a veces, y
cómo las convertimos en características heroicas de aquellos que se han ido…